31.1.09

En el nombre del padre

La soledad es una gran barcaza llena de locos donde todos reman al revés, donde te quedas sumergido y das la vuelta contra la pared. Estos son los estigmas que me permite ignorar la existencia de la creación, sin embargo, persisto en ella. Al regresar nuevamente a los puentes, subterráneos, calles y ventanas del metro donde veo cruzar velozmente los paraderos de cada avenida, calle o músico errante. Ante el bamboleo del letargo y el frío que abruma, me hacen recordar lo inocuo que es estar perdido en el olvido y lo efímero del tiempo que se escapa entre nuestros dedos, sin siquiera percibirlo. He sobrevivido a la noche y aquí persisto ante el recuerdo inagotable del cualsea de donde viene el recuerdo. Un término - cualsea - tomado después de una lectura de Agamben muy en serio por cierto. Y estas noches te empujan a ser parte del respiro de ese aire malicioso que te embarga poco a poco al transgredir sus calles contra la corriente. Escucho una voz que me hace querer abrir los ojos como queriendo escapar del sueño, luchando indomable ante mis secuestradores que no me dejan despertar. Al abrir, un anciano desdentado injuria a toda la humanidad, por ser el rehén sin nombre. Muestra un palo viejo y acomete quijotescamente ante el escarnio y la desidia con palabras mágicas: la conciencia de trabajar por nada sin ser nadie. Después, pide apoyo de sitio en sitio, cuando llega a mi lugar, le pregunto sobre su problema, el responde que era tan importante que lo había olvidado y mirando por la ventana pregunta ¿podría este tren llevarme al paraíso? Ya pensaba contestarle alguna cosa, pero hizo un gesto con la mano acotando: al final no importa, si ni sé quién soy. Miré por la ventana y al girar la cabeza el anciano ya no estaba nunca más supe de él.

La necesidad del recuerdo ante el quehacer cotidiano, el matutino ser sin ser no cuesta absolutamente nada y retorno otra vez al cualsea necesario para los olvidos. Eso me lleva al recuerdo, al bajar del avión y buscar entre la gente a mi hermano, y mirar después de años, las calles de mi ciudad. Una ciudad llena de antojos, secretos y olvidos. Entré a la casa y vi a mi padre sentado en la mesa, me acerqué a él y lo abracé, él volteo y dijo: tú quién eres. Soy tu hija (respondí). El sonrío y movió la cabeza: Tú no eres mi hija, ella está en Nueva York. Otra vez, la cadena de olvidos secuestrados en el tiempo, perdidos en el limbo sin recuerdos. Y mi padre, perdido entre lo olvidos como hierbas insufribles amurallándolo sin escape.
Me viene el deseo de la noche sin recuerdos para sentir algo de paz y dormir plácida ante lo apócrifo. Entro a mi ático y persisto en desear los olvidos de mi padre ante lo inmutable que el devenir le arrebata día a día sin posibilidad de renuncia. Como aquel viejo que luchaba en contra de la humanidad y a los minutos no recordaba ni quién era. Y pienso arrancar presagios donde quede sólo algo de mis evocaciones y no duela más el pensamiento entre palabras llenas de mentira. Que sea sólo este preciso momento, el que llene toda la noche y el desamor se lo lleve el olvido para placer de los condenados. Y como diría José Emilio Pacheco “no me preguntes cómo pasa el tiempo” tomaré mis recuerdos para echarlos por la ventana para que lo artificioso se esfume entre la omisión y el desamor. Así pueda preguntar algún día y ¿tú quién fuiste? Sin recordar ni una sóla mentira cualsea, en el nombre del padre.
 

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4.1.09

Sobre ítacas y espacios

¿Qué es sentir un cuerpo cuando se ama? Morir y renacer mil veces en otro resurgir del espacio y retornar al cuerpo nuevamente. Explorar los límites de millones de deseos para convertirlos sólo uno para que el otro sienta el roce del cuerpo.
Estirar los silencios para que sean palabras dentro y explotar al abrir los ojos para empezar nuevamente en un cuerpo…

El año se esfumó cual ráfaga, aquí me encuentro mirando a través de la ventanilla del avión a miles de metros de altura, alejándome de la ciudad que habito hace ya un tiempo al encuentro de un descanso que detenga mis veladas, los puentes, mis noches de diluvio y desvarío. Corre el viento y penetra suavemente entre nosotros, esperamos su mano sigilosa que roce nuestras almas; muchas veces olvidadas por otros. Sentimos la presión al elevarse, nos hace recordar en un instante que pertenecemos a la fragmentación del tiempo, al cinismo antiguo de algún recuerdo y a la eternidad de nuestro cuerpo brindado mil veces a alguien por nosotros mismos.
Los viajes largos son tan tediosos y debía hacer un trasbordo de NY a Miami para tomar otro que me llevará a unas breves vacaciones. Después de hacer una larga fila, entregar documentos y pasar por la manga pude llegar a mi asiento y sentarme. Deseaba relajarme y escuchar música, tenía a Caetano Veloso y Coldplay – una mezcla extraña pero interesante para mis oídos. Saqué a Cavafis, libro necesario para un viaje y me puse a hojearlo. De repente escuché una voz medio cantada era mi compañero de asiento un argentino muy sonriente que tomaba una cerveza, él cual me comentó que hacia escala desde Texas a Miami para ir a Lima.
Tomé cuenta que todos nos encontrábamos guiados por el tiempo a un destino, juntos al encuentro de un respiro de alguna esperanza. El eterno retorno de algún recuerdo inhóspito dejado sin sentido. ¿Cómo encontrar sentido a lo eterno, al siniestro delirio del tiempo? A lo inconfesable del deseo que se deja y sabes que está desahuciado. Recobra cada una de esas llamas que abrasa el cuerpo sostenido en la memoria, sabes que es casi etéreo por eso no quieres recordar nada.
Los viajes son parte de una estrategia, somos casi como camaleones que necesitamos transformarnos por temporadas para renacer nuevamente. Para retornar con aires nuevos y reinventarnos. Veo las luces por la ventanilla en la oscuridad y comprendo que este viaje será aventurero y retomaré algunos recuerdos. Antes de abrocharme el cinturón y guardar el libro, pienso en el devenir al comprender el significado de las ítacas.

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